Escayola y pintura acrílica
31,5 x 30 x 10 cm
Ma (hombre) + ashigú (conejo) en la lengua de los Quimbaya-Kumba, cultura ancestral de Colombia. De esta fusión nace Mashigú: un ser mestizo que conecta lo humano y lo animal.
Los tunjos, figuras votivas antropozoomorfas usadas en rituales sagrados por culturas precolombinas, son el punto de partida simbólico de Mashigú. Inspiradas en el molde de barro que habría contenido un tunjo quimbaya en la fundición a la cera perdida, estas esculturas evocan el cuerpo que protegió al alma antes de volverse metal. Cada pieza expresa la unión entre lo humano y lo animal, y la relación sagrada con nuestra propia naturaleza.
Mashigú se enraíza en esta tradición, en la que los animales son comprendidos como “animales de poder”: fuerzas vitales que acompañan, orientan y revelan aspectos profundos de la existencia. En la historia de los pueblos antiguos, el conejo ha estado ligado mágicamente a la luna; en particular, entre los Quimbaya estaba asociado a su Séptimo Ciclo del Período Lunar. También relacionado con la labranza de la tierra, se le vincula con la abundancia, la fertilidad y la regeneración, atributos que en Mashigú se entrelazan con lo humano para dar forma a una figura de frontera, donde distintas naturalezas conviven y se transforman.
Mashigú no es una estatua inmóvil. Es tránsito, fragmento y expansión. Puede emerger completo o incompleto, recordando que todo viaje implica dejar partes de sí mismo atrás y recomponerse con lo que se lleva y lo que se encuentra. En ese movimiento, se manifiesta como una figura migrante: un ser que encarna la memoria de lo perdido y, al mismo tiempo, la promesa de lo que está por venir.
Mashigú es una presencia de vida que insiste: un ser que recuerda que la identidad no se clausura, sino que se rehace constantemente en el cruce de fronteras y en la capacidad inagotable de renacer.
Escayola y pintura acrílica
18 x 30 x 26 cm
Escayola y pintura acrílica
16 x 14 x 10 cm
Escayola y pintura acrílica
31,5 x 30 x 10 cm
Historias que atraviesan la obra
Recuerdo un viaje al pueblo de mi madre, cuando tendría nueve o diez años. En una de las excursiones a la finca, paramos en una casa vecina. Mientras los mayores conversaban alrededor de un “tintico”, yo me perdía en la exploración de aquella casa campesina.
De pronto, me topé con unas jaulas altas, hechas de palos de madera y rejilla de metal. Para mi sorpresa —y alegría inmediata— ¡había conejos! Corrí a preguntar por ellos. Me contaron que eran salvajes, atrapados para engordarlos y comerlos cuando crecieran. Yo nunca había probado la carne de conejo y me parecía extraño que alguien quisiera comerse algo tan bonito.
¿Quieres cargar uno? Me preguntó la dueña de la casa. Escogí el gris con el pecho blanco. Lo pusieron en mis manos y jugué con él un rato. La felicidad me desbordó tanto que terminaron regalándomelo.
Lo llamé Bunny, en honor a Bugs, uno de mis personajes favoritos de la televisión. Regresó a Cali junto a mi, con una zanahoria a su lado, durante setecientos kilómetros en dos días de camino. Era apenas un conejo, pero para mí fue un amigo que atravesó montañas y ríos para quedarse conmigo.
En Cali, cuando estudiaba en Bellas Artes, el pasillo del segundo piso se convertía en la primera galería para los estudiantes de la facultad.
Un día, mientras caminaba por ahí, algo saltó frente de mi.
En medio de un fondo blanco, en el suelo, un conejo expectante; frente a él, en la pared, una zanahoria. La escena tenía una fuerza silenciosa, una tensión contenida que hacía vibrar el aire. Era un conejo disecado y, sobre la pared, la pintura de su alimento. Tan simple, tan contundente.
Su autor era Alberto Campuzano, con aquella obra que más tarde ganaría el Salón de Artistas Jóvenes Rabinovich, uno de los premios más importantes de Colombia. En aquel momento no le conocía, pero el destino quiso que después nos hiciéramos amigos.
La obra se titula El delirio de Bugs Bunny y forma parte de la colección del Museo de Arte Moderno de Medellín. Esa instalación es la primera obra de arte conceptual que me impactó de forma profunda, y que lo sigue haciendo al recordarla.
Hoy, Beto es el decano de aquella facultad. Y quiero pensar que cuando recorre esos pasillos a diario, tiene encuentros con conejos inesperados.
Autor: Alberto Campuzano (Cali, 1971)
Título: El delirio de Bugs Bunny
Año: 1996
Colección: Museo de Arte Moderno de Medellín
Técnica: Animal disecado (conejo) y zanahoria en acrílico
Dimensiones: Variables